Gaceta de La Solana
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Colaboraciones
De vinos y Gastronomía
¡Que te den morcilla!
A
unque el chusco exabrupto del
enunciado no pase de significar
más que airada respuesta a una
molestia o enojo impertinente, fue en su
concepción inicial un remedio para aca-
bar -s.XIX y primeras décadas del XX-
con las indeseables plagas de perros y
gatos callejeros que, periódicamente,
infestaban las ciudades, sirviéndoles
de fatal cebo unas sartas de morcillas
envenenadas con estricnina.
Tan pío como expeditivo proceder
perjudicó la tradicional estima de las
morcillas que, ajenas a su muy contun-
dente y apocalíptica eficacia, continua-
ron seduciendo los villanos y católicos
paladares de las clases humildes y me-
nestrales. Las morcillas de arroz, de
cebolla, la calabacera, la ilustrada -con
pasas y piñones-, la achorizada, la pa-
tatera, las matachanas, las manchegas
elaboradas con palpitante y tibia san-
gre de cordero…-¡Qué rico el guiso con
las manitas de la mansa bestezuela!-, y
qué decir de las excelsas del Goierri y
Beasain, con su relleno cuajado de san-
gre de cerdo, tocino, cebolla, puerro y
el sutil toque del orégano levitando en-
tre acentos de ajonjolí o canela… Mor-
cillas que hicieron -y hacen- las delicias
de los que mantienen redivivos los aro-
mas y sabores de ayer y de siempre.
Cuenta la protohistoria que fue Aftóni-
tas, uno de los siete grandes cocineros
de la Grecia antigua, quien enseñó a
los sagaces fenicios el arte de embutir
morcillas y que éstos lo introdujeron en
los pueblos ribereños del Mediterráneo.
Nacieron así las sanguinolentas ante-
cesoras del “boudin noir” francés, de
los rotundos “blutwurst y wurstebrot”
germánicos, de las untuosas y portu-
guesas “morcelas”, del “sanguinaccio”
italiano, del “black pudding” británico y
hasta del céltico y ovino “drisheen” ir-
landés. Conózcase, también, que fue el
astuto Ulises/Odiseo, en su turbulento
y atribulado viaje de vuelta a Ítaca -se-
gún nos documenta La Odisea-, quien
primero comió las mediterráneas mor-
cillas, servidas por la bella hechicera
Circe.
Convivieron largo tiempo en nuestra
coquinaria rústica -¡y en mi infantil re-
cuerdo!-, los sanguinolentos y espe-
luznantes cuajarones de la “prueba” o
masa madre “morcilleril”, aunque ésta
gozase ya del civilizado y redentor so-
frito de tomate y cebolla y dando por
olvidado el patibulario semblante de la
“sangre frita con hígado”, con las oron-
das morcillas que aún perviven en no
pocos de nuestros obradores, bares
y restaurantes. Sépase, además, que
nuestro lustroso y pardusco embutido
fue, a menudo, perversa munición y
Gachas manchegas con tropezones de chorizo
y morcilla
prenda de rudo ultraje para arremeter
contra los sufridos convecinos que pro-
fesaban otras confesiones religiosas.
Sabemos que el renacentista papa
Inocencio VIII -1484/1492- se merenda-
ba algún que otro tazón de sangre de
niños impúberes. Se supone que pade-
cía una más que severa “porfiria” que
en algún episodio agudo le arrastró casi
a la muerte. Su final se produjo en el
transcurso de una rudimentaria transfu-
sión de sangre fresca en la que también
murieron los tres efebos donantes. ¡Ay,
Inocencio!, si te hubiesen dado a comer
unas buenas raciones de morcilla sola-
nera...
Historias macabras aparte y ya en
ambientes más cercanos, resulta que
¡con mis años! añoro, cuando voy a mi
pueblo, La Solana, el rosario de tradi-
cionales tabernillas y tascas que con-
formaban los últimos baluartes de la
casquería de antaño -el bar Pepe, El
Jaro, Chema, El Nevao-, tascas asobi-
nadas al socaire de los arcos de nues-
tra plaza, y que han mutado su otrora
castiza impronta por otra de talante
más aséptico -aunque identitariamente
confuso-, propia de los figones de nue-
vo cuño.
He sabido que las atávicas raciones
tabernarias del antañón y chusquero
local de “Platillos” -tasca de rudos gui-
sotes de sangre frita, morcillas, callos
y manitas de cordero-, se han gene-
ralizado y extendido al común de ba-
res y tabernas del centro del pueblo, y
que incluso han tomado asiento en las
cantinas de la plácida “M-30”, popular
vía que ciñe y circunvala buena parte
del desparramado caserío solanero.
Sépase, que me congratulo con la re-
cuperada afición popular por las ances-
trales tapas, “avisillos” y “cazuelicas”
que, apetitosamente, se despachan; y
mucho más sabiendo que son recias
muestras de las agradecidas y jocun-
das morcillas.
Añado como colofón de tan “morcille-
ro” artículo la 2ª estrofa de una conoci-
da letrilla que nos redime del desapego
que los “finolis”, tiquismiquis y melin-
drosos sienten por nuestras enlutadas
morcillas. La compuso don Luis de
Góngora en 1581 y la tituló “Ándeme yo
caliente…
…y ríase la gente.
Coma en dorada vajilla
el Príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados,
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente.
Toda una burlesca, divertida y castiza
declaración de intenciones. ¡Saludos!
Jesús Velacoracho Jareño
Vilafranca del Penedès