GACETA DE LA SOLANA NÚMERO 297

Gaceta de La Solana 84 Caminar y Contar L uis M iguel G arcía de M ora ¡ Ay, cuánta nostalgia nos invade hoy! Y dulces, muy dulces momentos que se nos quedaron grabados a todos, chicos y grandes, cuando entrábamos a la confitería o bizcochería (solíamos lla- marla así por los ricos bizcochos blan- cos, pardos y de canela que hacían) que hubo durante varias décadas en la calle de las Monjas Dominicas de La Solana regentada por el matrimonio Vicente y Carmen (la virtud de Vicente, que en el Viernes Santo tocaba el violín en el Sermón de las Siete Palabras), y sus dos hijas Juana y María Jesús, tan atentos siempre, tan gustosos, tan familiares, en una palabra. Allí, en esa larga calle por la que pasábamos a diario y nos detenía- mos un poquito para “comernos” con la vista el hermoso y adornado escaparate, y más en Navidad y otras fiestas, que- dó para siempre la huella entrañable de gentes que conocimos desde la niñez. ¡Qué hermoso tiempo! Lo hemos recordado la otra tarde, y por teléfono, riéndonos un rato, y melancólicos otro más largo… Pero nos ha dado mucha alegría a María Jesús y a un servidor “encontrarnos” muchos años después. Después de la bizcochería… Y nos ha enviado dos buenas fotografías: una de su madre, cómo no, en el mostrador de mármol, atendiendo, el rollo de la cinta para hacer un lacito primoroso a la caja de bizcochos al lado; la otra, del gran patio de la casa que nos enseña- ron en alguna ocasión. Una casa con historia, aparte de la que ellos escribie- ron, según nos cuenta. Y entra en escena nada menos que Federico Romero Saráchaga, el muy famoso libretista y escritor de zarzuelas tan querido en la villa de La Solana por su popularísima “La Rosa del azafrán” que hasta los recién nacidos cantan jun- to a sus madres desde la cuna más o me- nos, y que, como sabe todo el mundo, salió ideada y escrita desde este lugar de La Mancha. Resulta que los abuelos de nuestra protagonista, Celestino y Ma- ría, uno de Calzada de Calatrava, y ella de Villanueva de los Infantes, vivieron mucho tiempo en esa calle mencionada y conocieron a los antiguos dueños de la casa que eran trabajadores del cam- po. ¡Para qué quiero más, se diría don Federico! El escritor vivió muchas tem- poradas veraniegas a escasos metros de los agricultores a los que solía visi- tar manteniendo, seguro, largas e inte- resantes charlas sobre su duro y noble quehacer, costumbres, gañanes, mulas, recolecciones… ¡Para haberlos visto y oído! Bien. Y a lo que íbamos, además, que es bastante curioso también. Nos habla María Jesús de su abuelo, que quedó huérfano desde muy niño y lo llevaron a La Solana a ese convento de monjas (lo visitó la recordada Paloma Gómez Borrero poco antes de su fallecimien- to, que, según oímos, se fue encanta- da, dulces benditos, como los suspiros, incluidos) donde tenían una tía que era la priora; allí lo cuidaron, e inclu- so enseñaron a hacer sus pinitos en el arte de elaborar productos tan ricos como solo ellas saben. En la misma ca- lle, no salimos de ella, había una gran casa cuyos señores tenían a su cargo a una señorita apellidada Bustos, que era institutriz de sus hijos, a los que enseñaba a leer (este apellido procede de una ilustre familia de la cercana po- blación de Villanueva de los Infantes). De aquella confitería camino al colegio… Carmen, la confitera, tras el mostrador.

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