GACETA DE LA SOLANA 314

Gaceta de La Solana 56 El sueño eterno, nuestra última morada In memorian de todos nuestros fallecidos S iempre que vengo al pueblo, suelo ir a nuestro hermoso, limpio y tranquilo ce- menterio, para visitar a mis fallecidos. El camino que me lleva hasta él ya me envuelve en una atmósfera que me cautiva. Veo la silueta del cementerio -“dor- mitorio” es su significado en griego- con los cipreses ululando, como si se alegraran de verme. Me gusta la paz que se respira, todo lleno de flores, de fotos de personas que te miran, llenos de vida, jabelgado de blanco. Siempre me fijo en la enorme y hermosa Cruz Blanca, mirando al cielo, de la lápida donde reposan Sacramento y su esposa, padres de mi amiga Antonia Hasta el año 1804, nuestros difuntos se enterraban al pie de la iglesia parroquial. Y en esa fecha, se construyó un cementerio próximo a la ermita del Humilladero. Nuestro cementerio nuevo data de 1981, inaugurado por el alcalde don Gaspar Muñoz y Jarava. Hace años se encontraba lleno de gatos, supongo que para lim- piarlo de ratones. Era curioso verlos encima de las lápidas, como efigies, tomando el sol, durmiendo, tan panchos. Dicen que su sentido del olfato percibe la muerte. Recuerdo cuando, hace tiempo, trabajaban de “enterraores” La Sara y Perico, su marido. Me acuerdo especialmente de La Sara, tostada por el sol, sus manos ajadas por el trabajo, vestida con sayas largas de colores y un pañuelo anudado a la cabeza. Tenía unos ojos claros, misteriosos, como si no fueran de este mun- do; me daban un poco de miedo, la verdad. Y me chocaba ver que una mujer se dedicara a ese trabajo, enterrar a los muertos. Debía tener mucho valor, fue una adelantada a su tiempo. Cuando mi padre, Juan ‘Catalán’, vivía, todos los domingo se iba con Pocho el droguero, a hacer la ronda por el cementerio. Y si yo estaba en el pueblo, los acom- pañaba. Una vez, recuerdo encontrarnos con un “cenacho” que le dijo a mi padre: “Lástima que se mueran los jóvenes y usted siga aquí”. “Tepaecequé”, como si los viejos no tuvieran derecho a vivir. Íbamos a visitar a todos nuestros familiares y de paso, nos parábamos en otras lápidas; a mi padre le gustaba ver las fotos y las fechas de los fallecimientos. Siempre me decía que “todo en la vida es mentira, no hay más verdad que la muerte, no hay quien me contradiga”. “Si la muerte ha de venir para el rico y el pordiosero, a qué tanto discutir”. Ahora, ya huérfana de madre y padre, cuando voy al cementerio hablo con ellos, les cuento mis cuitas y me desahogo. Beso sus rostros del frío cristal de su foto y pienso si me estarán viendo. Hay una leyenda gallega que dice que, cuando vas al cementerio, el alma, la energía de los fallecidos, sale a vernos. Ojalá. Mirando la foto de mi padre, que es el que ha fallecido hace menos tiempo, mi mente re- memora momentos grabados a cincel en mi corazón. La muerte se lo llevo en un momento; sedado, agonizando, ya no nos veía, y cada vez que respiraba le costaba la vida. En un momentillo, dejó de hacerlo, sus ojos vidriosos se cerraron, y su cara empezó a adquirir el típico color macilento, como de cera, de los muertos. Y mis últimas palabras para él fueron “padre, perdóname por no haberte llevado a Madrid conmigo”. Dicen que el oído es el último sentido que deja de funcionar. Las enfermeras lo “acicalaron”, “curiosearon” y nos lo entregaron “limpico”. “Ya está apañao para el último viaje”, nos dijeron. Qué majas. Como dice el poeta Lamartine: “A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en el mismo ataúd”; y más de dos diría yo. El cementerio no para de crecer. Ló- gico. Pero mantiene esa paz, limpieza y quietud que lo caracteriza desde siem- pre; da gusto pasear por allí. Hay gente a la que no le gusta ir. Amí, no me da mie- do. Parece que nunca nos va a llegar, que no acabamos de asumir que la muerte forma parte de la vida. Sí me da claus- trofobia pensar que te meten ahí abajo; pero claro, visto desde la perspectiva de que estoy viva. “Si ya ni sientes ni pade- ces”, nos dicen. Como escribe Giacomo Leopardi “No temas ni a la prisión ni a la pobreza ni a la muerte. Teme al miedo”. Le haremos caso. Una leyenda que, hace muchísimos años, La Solana era llamada “El Cerro de los Dioses de Cristal”, porque en tiempo de los oretanos, un pueblo prerromano que habitó estas tierras, allá por el año 200 a.C., un palacio de cristal, lleno de estrellas, ocupaba el lugar. Puede que ese palacio aún exista; y allí, rodeados de es- trellas, se encuentren nuestros fallecidos, que velan por nosotros. Y alguna noche de luna llena y estrellada, si miráis con detenimiento y poniendo todo vuestro corazón, allá por nuestro cementerio, veréis la silueta de ese palacio maravillo- so, al que todos iremos algún día a reu- nirnos con nuestros antepasados. M aría J esús R omero de Á vila de L ara Cementerio de La Solana en una imagen reciente Colaboraciones

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