GACETA DE LA SOLANA 314
Gaceta de La Solana 52 Desde mi retiro Melones y... ¡melonas! J esús V elacoracho J areño C ada año que por la Virgen volvíamos a nuestra casa de La Solana, mi padre acudía al caserón de un amigo suyo, en cuyo zaguán apilaba casi medio vagón de melones. Después de charlar de sus cosas, mi padre empezaba a remirar y luego a escoger, de entre aquel enor- me mogote melonero, los supuestos dulces y tersos, pepónides de secano que se amontonaban, al fondo, arri- mados a una esquina. Uno, que era un caballerete de nueve o diez años, contemplaba intrigado el afán y la desenvoltura con que mi padre se ma- nejaba en aquel menester; y con filial admiración retuve, paso a paso, en la memoria con qué destreza los remo- vía y apartaba. Elegía con preferencia, aquellos que tenían una surcada y creciente huella espiral en su corteza polar y que, además, tras tantearlos y sopesar la relación peso/volumen, indicasen mayor presencia de azúcares. Des- pués los golpeaba con los nudillos en espera del seco retumbo a hueco que el melón debía contestar. Si el retum- bo era el esperado, procedía a darle media vuelta para observar la dife- rencia de color entre el gualda vivo de la panza donde yació, en la tierra de su rastrera mata, en contraste con el deslucido verde del resto de la corteza sujeta a la intemperie. Yo, que siempre he sido un curioso impertinente, le pregunté el porqué del repetido protocolo en la elección de cada uno ya que, mirándolos con atención, a mí sólo me parecían me- lones, muchos, muchos melones. Mi padre, que conmigo era paciente, me explicó los cuatro pasos didácticos para asegurarse una atinada elección. Pasos que cobijan el misterio de la ini- ciática liturgia melonera para que los elegidos tengan perdurable aspecto y soporten bien larga guarda. Como quiera que su resuelta explica- ción de cómo el sobrepeso del azúcar, el retumbo a hueco que denotaba solidez carnal; amén de la pareja y cabal madu- rez que su color externo indicaba, me parecieran bien lógicas... Me pregunté ¿cómo podía elegir, dando un vistazo a aquel revolutum melonero, cuáles eran los que le interesaban? Mi padre, son- riendo, me contestó -entre pícaro y soca- rrón- es que yo ¡solamente rebusco entre las melonas! Ni que decir tiene que pen- sé que me estaba tomando el pelo. Sin embargo, resultó que no. Que, efectivamente, existían las melonas; y que, dicho sea de paso, son piezas más dulces, tersas y fragantes que sus avatares los melones machos; y que se reconocen por el evidente escariado cortical de las estrías circulares que rodean su pedún- culo con la mata. ¡Cosas veredes, San- cho! Cuando conseguía apartar una de- cena -o un “capachejo apañao”- su amigo pesaba en la báscula el fardo y le cobraba el gasto, que se me antojaba barato por- que temía lo mucho que nos iban a pesar, durante su traslado, las orondas y rebus- cadas melonas. Tras el doliente calvario del tránsito melonero al llevarlo hasta casa, mi padre los semi-envolvía en secos y abundan- tes papeles de periódico. Los depositaba después sobre un lecho de paja y añadía intervalos de papel arrugado entre ellos. Quedaban en la camarilla más seca y fresca de la casa, para que una vez mo- vidos tras larga pausa y cierto tacto pu- dieran llegar apetecibles a Navidad. No todos lo lograban, ya que cualquier leve golpe durante su cosecha o traslado, amén del descuido en su almacenaje, acortaba mucho su vigencia. Con todo, los que alcanzaban la meta navideña, ofrecían en sus níveas tajadas unas car- nes ya maduras pero aún prietas, con un dulzor meloso, confitado y levemente escarchado. Unos treinta años después, finiquita- do ya agosto, apareció en la Rambla de Vilafranca, a la sombra de los platane- ros, el puesto de melones de un mem- brillato con abultado montón de los de “piel de sapo”, escoltado por un pallet de foscos melones “tendrales o tomellose- ros” y una párvula muestra de menudos melones amarillos. Recordé, entonces, la vívida imagen de mi padre... y pre- gunté al membrillato si me dejaría elegir alguno. Accedió y me dirigí presto hacia una melona que, con descaro, mostraba su opulenta condición pedúncular. La sopesé en el aire y eso me anunció que era rica en azúcar. Después busqué el retumbo seco con el golpe de nudillos, y el dispar color entre la panza gualda y el cortezón verdoncho. El membrillato, viéndome el cante, exclamó: ¡Maestro, usted entiende de melones! Yo, para ahorrarme el introito le dije: ¡Es que soy de La Solana...! y él, sonriendo, me es- petó ¡Vaya pueblo, galán! El melón es un cultivo con gran arraigo en nuestra comarca
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