GACETA DE LA SOLANA Nº289

Gaceta de La Solana 50 Colaboraciones P asaron las Ferias y Fiestas de Santia- go y Santa Ana en otro año atípico y gris, aunque no tan malo como el an- terior. Porque el tiempo pasa, sea del color que sea su fondo. Pero siempre tendremos las ferias que fueron, esas que se cuelan en el recuerdo, así que ahí van los míos, que seguro que comparto con cualquiera. De la foto que ven han transcurrido muchos años y se me aprecia bien el gesto de sorpresa e inquietud. Creo que es mi primera feria, o así lo calcula mi padre, que es el del paquete de Ducados detrás de mí. Son las ferias de la infancia y adolescencia las que se quedan más dentro, también las más especiales, tal vez porque remiten a ese tiempo donde siempre fuimos felices, aunque enton- ces no lo supiéramos. A los días eternos del verano se unían esos cuantos de di- versión en los cacharritos o dando vuel- tas por los puestos del paseo de arriba del parque para elegir ese juguete o re- galo que te feriaban el último día. La feria es, sobre todo, para los ni- ños, dicen los padres, ahora y entonces. Puede ser. Por eso perduran perfectas en la memoria. No solo por la diversión, los aguinaldos o los juguetes feriados, sino porque toda la familia se juntaba y lo pasaba bien. Se era -y se es- de los puestos de pollos asados y pimientos, de solo bajar a montar a los críos o dar una vuelta porque había demasiada gente. O no se era de mucha feria, que también los hay. Pero esos días y los de Navidad eran los únicos en los que aparecía todo el mundo. En alguna ocasión estuvimos en el campo con mi abuelo y mis tías, pero al caer la noche nos llevaban a montar y dar un paseo. A veces caía un cucuru- cho de quisquillas, un vasito de chufas o una berenjena con la que te chorrea- ba el vinagroso aliño por los brazos. Y luego, de regreso al fresquito del cam- po. Cuando estábamos en el pueblo, mi hermano y yo siempre participábamos en el concurso mañanero de dibujo que había en la plaza. Y solo ver los nuestros pegados en paneles bajo los soportales era suficiente premio. Ese era para mí el comienzo de la feria. Nunca fui -ni soy- de mucho montar en las atracciones, sobre todo en las que dan vueltas. El mareo cinético que me acompaña no lo llevo nada bien con los vaivenes o las curvas. Pero sí caía un zi- gzag, algún tren de la bruja o los coches de choque, ya más mayorcita. Imposible olvidar las escaleras de subida a la ex- planada de El Pajero, donde los ferian- tes tenían su sitio asignado. Te encon- trabas el zigzag enfrente, los coches de choque al fondo a la derecha, y el tren de la bruja y el saltamontes a la izquier- da, entre otras atracciones. Pero creo que lo que más me gustaba era ese regalo del último día: un vestido nuevo para la Nancy, el Nenuco o esos cacharritos de cocina que también eran mi perdición. Aunque una vez cayó una escopeta de flechas, de esas que dispa- raban a animalitos de plástico. Entonces no había tanta tontería de pensar en lo que era políticamente correcto para re- galar a un niño. Simplemente era lo que le gustaba y punto. Y a mí me gustaban por igual jugar con la Nancy y con es- copetas. Luego llega la adolescencia y varían los gustos. También otras emociones. Las de los ídolos en música y cine y esos gritos desaforados cantando Escuela de calor de Radio Futura o la maravillosa Only when you leave de los Spandau Ballet, que ahora mismo me parece es- cuchar subida al saltamontes. Y, aunque me falle ya la memoria, creo que alguna noche de feria resultó ser también de cine de verano, donde el ruido de fondo de las sirenas y bocinas de las atraccio- nes se mezclaba con la película en cues- tión. Pero esa ya es otra historia. También con los años fue aumentan- do el aguinaldo y el vestidito de Nan- cy un día se convirtió en el Thriller de Michael Jackson. Y otro en los besos furtivos, menos furtivos y algo más de ese primer amor que valieron por cual- quier feria. En cualquier caso y año, los que siguieron viniendo o no faltaron a su cita fueron los turroneros, que po- nían la banda sonora mañanera por las calles. Pocos sonidos tan inolvidables como ese. Bueno, hay otro: el del perrito piloto de la tómbola. Ahora todo es más grande, más mo- derno, más, más. Un recinto mayor para las atracciones, paseos más amplios, más espacio para puestos, bares, terrazas, churrerías… Más juguetes, más cacharritos de montar y más ex- traordinarios. ¿Mejores tiempos? No, solo distintos, propios del discurrir del tiempo, como debe ser. En este presente de inquietud desconocida al que poco a poco nos acostumbramos, la feria no ha podido ser la que fue, pero seguro que volverá a serlo. Mariola Díaz-Cano Arévalo Volver a la feria

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