GACETA DE LA SOLANA Nº289

Gaceta de La Solana 46 Colaboraciones Caminar y contar Pedro y su gran familia de panaderos Un joven Pedro Mateos-Aparicio haciendo una tarta Mujeres solaneras cociendo rosquillas Hemos llamado al panadero. A uno de antes, compañero de la escuela, de juegos, de charlas cada vez que nos vemos en La Solana, nuestro pueblo, o en Alcalá, donde lleva residiendo desde 1975; nos ganó por un año. Pedro Mateos-Aparicio Díaz-Cano, apellidos compuestos muy frecuentes en nuestro pueblo, ha atendido, tan cordial, nuestra solicitud, igual que tantas veces cuando le hacían encargos en su pana- dería del pueblo, en la que entró con 14 años, pues su padre –y el bendito pan— lo reclamaban. Ah, el pan de cada día, el pan caliente, nada menos. Nos vienen de golpe los trajines de Pedro y de tantos como él, las cosas que nos contaban, las largas no- ches de antaño… muchas, sin luz porque la cortaban (aquellos cortes de luz que te asustaban…) y a lo peor no volvía en tres o cuatro horas, y encendían el motor de la gasolina que hacía mucho ruido, y sacaban el carburo y los candiles. Y llegaba la ma- ñana, y el padre de Pedro se echaba a la calle con su carro y una mula para llevarlo a muchas casas al grito de “¡El panadero!” al llegar a la puerta; las mujeres, como en todo, estaban bien atentas. Le decimos a Pedro que recordamos, como si fuera ayer, esas escenas cotidia- nas, y verlo a él, ya de mocito, recorrien- do barrios, barro, piedras, niños jugando, perros sueltos, otros carros con mulas que iban al campo, y en verano los del hielo… Un cuadro de lo más clásico, sugerente, perfecto. Una estampa inolvidable. Era, en fin, La Solana, como tantas poblaciones, escribiendo la historia de los años sesenta. Además, nos habla de su bisabuelo y de su abuelo, que también trabajarían lo suyo, y quizás con menos luz, pero con la mis- ma ilusión, o más. Luego, su padre, tantos años juntos empleando sistemas anticua- dos hasta que fueron modernizándose; primero, con un horno de bóveda que daba bastante trabajo porque había que sacar la ceniza que, a veces, manchaba un poco el pan, y las mujeres no lo querían, “decían que me lo comiera yo”, cuenta Pedro. Con el tiempo llegó el horno giratorio. Coser y cantar. Es el que se usa en las panaderías actuales, ya sin carro, claro, pero con buenas furgonetas por el crecido pueblo, sin barro. Volviendo al pasado, re- cuerda Pedro cómo en fiestas, ferias o co- muniones, era costumbre el ir las mujeres a encargar docenas de magdalenas, tortas de todas clases, o rosquillas, pero llevando ellas los ingredientes. Y los hornos a mil… Como también la “moda” de los pimientos asados. Era muy típico verlas por la calle, a media mañana, con su fuente de las dos variedades, rojo y verde. Y a las 2 a comer. Nos viene a la mente esa frase tan her- mosa y poética, “Tierras de pan llevar”, el pan bendito, el pan que germinó en la tierra propicia; tan bueno, que es el único alimento que, al caérsenos al suelo, besa- mos. Luis Miguel García De Mora

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