GACETA DE LA SOLANA Nº278

Gaceta de La Solana 44 Caminar y contar Con Guillermo Gómez-Pimpollo, en su centenaria tienda (A todas las tiendas de comestibles que hubo en La Solana, y ya no están, que llenaron nuestra vida de momentos felices atendiéndonos maravillosamente, con caramelos o bolas de anís, a los niños, y a cualquier hora…A ellos, a todos, hombres y mujeres, que nos llamaban por nuestro nombre, además). S abíamos que esa tienda de la calle Alhambra era anti- gua, pero no tanto. Nos lo dijo un día Guillermo Gó- mez-Pimpollo Moreno, su dueño, al hacerle una visita y ponernos a charlar de todo un poco; juegos diversos en los barrios, en las eras, en su querido Parterre y su escuela, a la que acudió antes de tiempo, con apenas tres años, pues su madre, Catalina, con todo el dolor de su corazón, no podía tenerlo en casa ya que se ocupaba de la tienda mientras su esposo, Cruz, trabajaba como herrero. Y al volver también era tendero, claro. Bien, todo normal en aquellos tiempos de los años cincuenta. La puerta, la cortina, habría que casi santiguarse al entrar a este pequeño templo que tantas huellas dejaron los de dentro –abuelos, padres, hijo– y los que venían en los años veinte ¡Ay, si pudiéramos verlos por una pantalla! Más otro puñado de décadas hasta la actualidad. Una barbaridad. Y el mostra- dor de piedra artifcial, el primitivo, que resiste como el pri- mer día. Le decimos a Guillermo, con su cara de bueno, llano y buen conversador, que no queremos interrumpir mucho, pues la tarde se mueve en su entrañable tiendecita. Y nos re- lata, todo amabilidad, estos pedazos de historia. - Posiblemente sea la tienda más antigua del pueblo, con una actividad ininterrumpida próxima a los cien años. Por Guillermo, toda la vida detrás del mostrador Catalina, que atendió la tienda hasta hace unos años los recibos y certifcados que he podido encontrar, abrió entre 1920 y 1922, primero como abacería que vendía fru- tas y legumbres; posteriormente, se la denominaría de ul- tramarinos, coloniales y alimentación y fue conocida como la tienda de “la buena moza” por mi abuela Rosario Can- delas, que era alta y fuerte, la fundadora junto a mi abuelo Guillermo Gómez-Pimpollo en la Avenida de la Libertad, 5, hoy Alhambra 87. Para asombrarse y bien, y más de lo que nos enseña Guiller- mo, entre despachar (cuánto decíamos esta palabra antaño, ¡despachar!, al entrar a tiendas, bizcocherías o bodegas, y en seguida aparecía alguien) a unas señoras, a un grupo de niños, casi todo niñas, sus bolsas de pipas y demás, y hacer esperar a un viajante con su cartera de pedidos, muy paciente él, decíamos, la balanza original – ya, ¡ay!, como adorno-, las antiguas cajas del Cola-Cao, de hilos de La Dalia, madejas de bordar Laso, una caja de Calmante Vitaminado… Las pedían -nos dice- y había que tener de todo. Y los célebres cuadernos “Rubio” aún cuelgan por aquí, o aquellas hermosas escobas que tanto barrieron aceras y corrales. Acabamos, a nuestro pesar, pues aquí habría que venir todo un día como a los museos. Y un gran recuerdo a sus padres, Cruz y Catalina, otra página brillante de la tienda. Él, desgra- ciadamente, se fue pronto al cielo, y a ella, otra buena moza y dura, aunque con menos estatura que doña Rosario, le tocó todo… con Guillermo al lado siempre. Al salir de la escuela… Buenos maestros, se le nota, tuvo el muchacho. En casa y en el legendario grupo de El Parterre o el Romero Peña. Al despedirnos, nos habló de su abuelo Rafael, taxista de La Solana en los 40, además de chófer de… nada menos que del conde de Casa Valiente. De película buena, galán. Luis Miguel García de Mora

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